Escribe Angie Pedreira
Era un día de verano cualquiera. El sol nos pegaba en la cara al caminar y la ciudad
estaba en constante movimiento. Los autos iban y venían, la gente corría tras los carritos
del super como ahogándose en los mares, las tiendas seguían fabricando mediocridad y
fotos de mentira. Las librerías entregadas a la desazón y al disgusto de algunos pocos. Y
ahí, los libros, aburridos de no parpadear (ni despertar). Los callejeros seguían contando
vida, y Jorgito, el cuidacoche, tenía una remera de los Rolling.
Pasó una motito, de esas que tienen una luz grande, dos espejos como cuernos andantes
y una especie acrílico protector. Me recuerdan a las mamushkas, gorditas, retaconas y
coloridas hasta las ruedas (si tuviera que elegir una, optaría por la amarilla, mamá siempre
dice que el amarillo trae suerte).
-¡Angieeeee!-grita una voz fuerte pero aniñada.
(Levanto la cabeza, con una sonrisa de cuarta, de acuariana cordial)
-Ahhhh,Maru! ¿Cómo va? ¡Tanto tiempo! ¿Estás acá? (preguntas boludas siempre fieles a
la raza humana, sí señor!).
– ¡Sí,sí! ¿Cuándo nos juntamos…?
El semáforo se verdusquea y nos despedimos sin un adiós.
Eran las 18: 49 y ya estábamos llegando a la plaza. Íbamos de la mano cargados de
juguetes. El buggy infaltable por un lado, el adorado baldecito playero y todos sus
artefactos por el otro, la pala mecánica verde como el pasto (regalo de la tía Yasmín) y el
camión amarillo, con ruedas de cartón y techo rotoso, pero camión al fin.
-¡Pronto, listo, ya!
Dijo el enano y corrimos hasta el arenero que estaba a una cuadra. Ganó él, claro. La
mamás siempre sonreímos y simulamos esforzarnos, pero los dejamos ganar y usar esos
“superpoderes” que llegan a los tres años.
Nos metimos al arenero y jugamos hasta jugarnos de verdad. Santino se tiró del toboggán
321 veces, por las escalerita y por la otra parte (esa que sirve para deslizarse). Se cayó de
cabeza y se rasponeó la rodilla. Jugó conmigo y con los amigos, jugamos todos. Hicimos
muchas casas de arena, con las manitos les dimos formas y decoramos con hojas, ramitas
y piedritas perdidas por el lugar. Recordamos a Batman y desarmamos los castillos;
llamamos a Spiderman para reconstruírlos. Usamos nuestros superpoderes y nos
convertimos en los piratas del caribe más fuertes del mundo mundial. No éramos Jacke, ni
buscábamos un cofre, no buscábamos monedas de oro ni un tesoro. No pensábamos. El
tiempo había pasado y la oscuridad de la noche estaba haciendo acuerdo con el cielo.
Estábamos jugando.
Tic tac, la hora pasaba y cada vez tenía que inclinar más la cabeza hacia arriba para
encontrar la luna llena de esa noche. Santino hablaba en su idioma, jugaba, se retorcía
entre la arena, sonreía con los amigos y peleaba. ¡Sí, peleaba! Como pelean todos los
niños (recordé en ese momento una mamá que el otro día en el control decía: “…mi hijo no
pelea” como protegiéndolo de toda acusación externa o simulando tal protección). NO
ESTÁ MAL QUE LOS NIÑOS PELEEN. No viejo! Dejalos pelear, que discutan, que sepan
plantear sus intereses, que revistan sus linfocitos de palabras y argumenten , que
autodescubran su propia defensa y que su famoso y tan codiciado sistema inmunológico
saque la bandera. Que la pícara aventura que utilizan para no querer prestar algo la
transpongan a la de argumentar por qué no quiero que este niño me lleve algo. No soy
defensora del fomento del egoísmo ni de la violencia, pero ¡DÉJELO SER! , señor y
señora.
Soluciónalo solito, mamá, papá o quién sea va a estar ,pero ¡descubrite mi cielo! Tomá tus
herramientas, destapá y déjate caer el velo protector, maternal, social y cultural. La
protección insignificante es cultural. Volá, dejalo volar y volate vos como madre o padre,de
un lugar que no es tú lugar. Guiar sí, brindar herramientas no. Las herramientas están,
ayudalo a descubrirlas y utilizarlas para defensa y bienestar propio, pero DEJALO SER.
Después de 30 minutos de llamados hacia la criaturita, logramos tomar camino hacia
nuestro ácido y húmedo barrio.
Camino andando, me hipnotiza tontamente una foto más de aquella tarde.
Recuerdo dejavuseadamente una niña que correteando por el parque, se sonreía
tiernamente.
-Vení, Julieta. Te vas a caer.-dijo la mamá.
-Tené cuidado. Ahí no. Eso no se toca-añadió el papá.
La niña se quedó intacta. No dijo nada. Subió la escalerita y se tiró del toboggán, mientras
los brazos de papá Hércules la esperaban enamoradamente a finalizar el desliz limpio y
desganado.
Francisca había jugado toda la tarde, estaba sucia y con un poco de arena en la boca.
Subió el toboggán al revés y me dijo:
-Mirá. Me voy a trepar por aquí para alcanzar la luna.
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